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El delito de homicidio y la omisión impropia – La Ley

logo La Ley P349Publicado en: DJ 13/05/2015 , 25

Fallo Comentado:  Corte Suprema de Justicia de la Nación ~ 2014-08-20 ~ R., R. M. y otros s/ p. ss. aa. homicidio calificado.

Sumario: I. Moral, religión y derecho.— II. La importancia del derecho romano como generador de la racionalidad de occidente.— III Apuntes sobre Rudolf v. Ihering y Jean Paul Sartre.— IV. El garantismo y el principio jurídico de la prohibición desde el prisma constitucional.— V El caso. La acción típicamente antijurídica y culpable. La omisión impropia. Los tipos culposos.

Cita Online: AR/DOC/1175/2015

Voces

I. Moral, religión y derecho

Antes de cualquier regulación sobre la sanción de lo considerado como un acto reprochable la religión judeo cristiana impuso su catálogo desde las «Tablas de la Ley» (Moisés). Así de la mano estuvieron durante muchos años; el concepto de pecado influyó originariamente en ello. Pero en aquella neblina de los tiempos existía una confusión entre ambos. Es muy posterior la escisión por un lado, entre ética y moral y por el otro, de la sanción penal despojada del componente religioso.

Por su parte, vale recalcar que con el correr de los siglos la ley penal fue liberándose de su contenido religioso, en rigor, en la mayoría de los estados que sostienen fundamentalmente un culto —al par de la libertad de ellos— la influencia que recae sobre la existencia de ciertos tipos penales es innegable, porque la iglesia sea cual fuere el credo, sustenta además de principios morales, poder terrenal.

Es que todo delito encierra un reproche ético, aunque no ocurre lo mismo a la inversa, no toda conducta reñida con la ética comporta delito. Mentir no puede considerarse una conducta ética, sin embargo no es delito. No pagar una deuda, lo mismo. No cumplir un contrato, una promesa, etc. de igual manera. Esto que parece algo de Perogrullo a veces en los temas de tipicidad, como el que analizamos, puede mover a confusión por aquella influencia innegable de la ética en la diagramación del tipo penal.

A todo diseño de una conducta típica le ha precedido —o al menos debería ser así— un estudio legislativo que evaluó la entidad de su disvalor social. El peso específico del disvalor o la connotación negativa que encierra la conducta no es siempre el mismo, dado que los valores no solo no son absolutos sino que varían con el devenir de los tiempos. De ahí que el valor que nuestros abuelos daban al honor seguramente no es el mismo que tiene hoy; y el concepto de «honestidad sexual» que otrora nutriera tipos penales hoy lo llamamos «libertad sexual», o el concepto de «moral media» a los fines de analizar la obscenidad y así se podrían dar infinidad de ejemplos.

Por su parte, dentro de los delitos, aquellos que ocupan los primeros títulos de la parte especial del código penal, son aquellos cuyos bienes jurídicos el legislador ha pretendido preservarlos con mayor énfasis y de ahí también, que la sanción es severa en tales supuestos.

II. La importancia del derecho romano como generador de la racionalidad de occidente

El examen racional del hecho a través del prisma jurídico penal por parte del intérprete de la norma con el escenario iluminado por garantías fundamentales, dando cumplimiento al código adjetivo, es el ejercicio que realiza el magistrado frente al proceso.

De tan evidente y cotidiano en nuestras horas en general no se repara que ello es el resultado de un largo, esforzado y doloroso camino. De ordinario no se advierte así por aquello de que lo que más se ve, es lo que menos se mira. Es muy importante ser conscientes de ello justamente para valorar lo que hoy tenemos, defenderlo como hombres de derecho y evitar retrocesos.

La justicia no debe enorgullecerse por sumar condenas. El derecho penal es un apéndice en la vida de una comunidad. Es para lo marginal, si tiene gran protagonismo, como sociedad estamos mal. Ni siquiera el ministerio público debe vanagloriarse de conquistar condenas; porque su misión no es llevar a juicio todo lo que se denuncia, sino solo aquello que tiene virtualidad típica y prueba que lo demuestra. Solo debemos sentirnos satisfechos de haber contribuido, desde nuestros distintos roles —magistratura, ministerio público y abogados de los litigantes— a la materialización de un sistema cuyo esquema fundacional se debe en esencia al derecho romano y a un derrotero incansable en pos de la limitación del ejercicio del poder estatal y la dignidad humana.

Es que la estrategia para enfrentar la conflictividad de las relaciones intersubjetivas que llamamos derecho —objetivo, se entiende, el equivalente al law inglés— inició el proceso que la llevó a erigirse en la matriz de la racionalidad occidental en la antigua Roma. Ese es el punto de partida de la configuración de un orden que a través de un largo y azaroso camino desemboca en el mundo hipermoderno en que vivimos. En relación a los otros grandes sistemas textuales fundacionales bien se puede sostener, que nuestro mundo secular y desencantado debe tanto al Corpus Iuris como el judaísmo a la Torah, el cristianismo al Evangelio y el Islam al Corán (1).

Aquel corpus jurídico, cuya más imponente materialización se logra con la codificación justiniana, devenido en ratio scripta, gramática del logos y fuente de tantas instituciones que hoy perduran muchas con idéntica estructura y otras con pocas modificaciones, ha sido para Europa y es hoy para todo nuestro convulsionado Occidente, su segunda Biblia.

Ello así porque ordenamiento jurídico moderno —vaciado en el esquema civil— les señala a los hombres y mujeres de este mundo occidental y laico, como deben y pueden actuar y qué consecuencias pueden esperar de sus actos, como aquellos textos sagrados lo hacen con sus fieles.

Aquel dispositivo, tanto como la forma del pensamiento lógico y racional, sin duda sirvió de base también al derecho penal.

Las tres grandes revoluciones: la americana, la inglesa y la francesa, vinieron a plasmar principios fundamentales transformados en garantías inalienables como por ejemplo, el del nullum crime nulla poena sine lege, sine lege certa (mandato de certeza-sine lege praevia (prohibición de retroactividad) —sine lege scripta (legalidad) sine lege stricta (prohibición de analogía), que hacen justamente también al conocimiento previo de las consecuencias que acarrea nuestro obrar y a generar un estado de elemental certidumbre, dejando de lado la arbitrariedad, el antojo del poder. Esto contribuye a que la vida sea calculable, previsible en punto al conocimiento que cada uno puede tener acerca de lo que sigue a los actos que realiza.

El sociólogo alemán Max Weber sintetizó lúcidamente en sus estudios comparatistas respecto de la constitución de los ordenamientos jurídicos, afirmando que la ley romana era una forma avanzada con relación a otras clases de ley propias de otros complejos culturales. Al ser un producto de la elaboración literaria y teórica de los juristas —apuntó— presentaba un nivel superior de generalización y sistematización, tanto en lo que atañe a su formulación como a su aplicación. Y lo notable es que no fue obra de un grande como Justiniano, sino de varios enormes pensadores —durante cientos de años— que fueron construyendo esa normativa y esa forma de pensar. El emperador Marco Aurelio por caso, fue un destacado filósofo. Es por ese especial modo de racionalización que se adaptó tan bien a las necesidades del desarrollo económico y por la afinidad entre la generalización y sistematización, tanto en lo que atañe a su formulación como a su aplicación. Es que su grado de racionalización hacía calculable la aplicación de una propuesta legal abstracta a un hecho concreto.

Cualquier otra forma de decidir conflictos remitiendo a la autoridad, a formas mágicas, o provenientes de la divinidad, remite a una instancia no calculable. Por eso la vida de los sistemas que pretendieron esas inspiraciones, no solo fueron inequitativos e injustos, sino limitados en el tiempo, vg la inquisición (2)

De ahí la enorme importancia que tiene la seguridad jurídica para el desarrollo personal y colectivo, tanto en el derecho público como en el privado, y el efecto negativo y la minusvalía internacional que encierran los países que no cuentan con ella al adolecer de un déficit en la previsibilidad. Y en derecho penal, directamente ese déficit es intolerable porque, merced a las hoy garantías inalienables, todos debemos saber lo que está penado.

Los romanos pusieron por tanto las bases fundacionales de un esquema lógico y racional, pero aquellas revoluciones ya mencionadas —inglesa, americana y francesa— pugnaron por la dignidad y la igualdad humana, todo lo que fue cobrando vida a través de distintos cuerpos normativos. Es que, ni en la sabia Grecia ni en la culta Roma se conoció la igualdad y libertad., aporte para las cuales fue fundamental otro gigante, Abraham Lincoln.

El principio de inocencia más que una presunción, como suele llamarse comúnmente, es un status constitucional del que gozamos todos los habitantes de la nación. Dicho status solo se quiebra frente a una condena firme y a ella solamente se llega cuando el peso de la verdad probatoria logra conmoverlo. Pero no es eso todo, la duda racional debe beneficiar al inculpado.

En síntesis, ello todo conforma un paraguas protector, un reaseguro de toda la comunidad frente al poder del estado y que no es otra cosa que el logro de aquella lucha de siglos por la racionalidad y la civilización, de un lado y en nuestro medio, del fiel cumplimiento de la carta fundamental de 1853, reafirmada con énfasis en 1994, de otro.

Estos son elementos que deben iluminar la labor del magistrado a la hora de la evaluación del caso penal.

III. Apuntes sobre Rudolf v. Ihering y Jean Paul Sartre

Rudolf von Ihering (1818-1892), destacadísimo jurista del siglo XIX. En 1872 publicó La lucha por el Derecho, donde expone aspectos centrales de su pensamiento, superponiendo a su fundamentación intelectual historicista criterios recogidos del evolucionismo naturalista. Su tesis central: el derecho evoluciona por el obrar consciente del hombre y en el marco de un estado de permanente confrontación. Las instituciones jurídicas no son vistas, por lo tanto, como construcciones conceptuales derivadas racionalmente de principios eternos, como lo habían preconizado los iusnaturalistas; pero tampoco cabe abordarlas como producto espontáneo del cuerpo místico del pueblo, como lo auspiciaban las orientaciones vinculadas al romanticismo. En esos términos consagró Ihering en este libro su divorcio del sentimentalismo del Volksgeist, que había sido central en la doctrina de la Escuela Histórica del Derecho, en la cual se había formado como jurista; pero lo hizo ratificando el rechazo del iusnaturalismo que ya la Escuela había desestimado.

El tema principal de La Lucha por el Derecho es el papel decisivo que se atribuye a lo agonal en la historia. Las instituciones jurídicas, antes de su consagración por el legislador histórico y concreto, no eran sino la plataforma programática de algunos hombres, y aún de algunas naciones. En las palabras de Ihering:

Todo derecho en el mundo debió ser adquirido por la lucha; esos principios de derecho que están hoy en vigor ha sido indispensable imponerlos por la lucha a los que no los aceptaban, por lo que todo derecho, tanto el derecho de un pueblo como el de un individuo, supone que están el individuo y el pueblo, dispuestos a defenderlos. El derecho no es una idea lógica, sino una idea de fuerza; he aquí porqué la justicia, que sostiene en una mano la balanza con la que pesa el derecho, sostiene con la otra la espada que sirve para hacerlo efectivo… (3).

El derecho como resultante de un conflicto y como instrumento de poder definido, entonces, como «el complejo de normas coactivas válidas en un Estado». Allí está el núcleo de otra de las breves y célebres fórmulas de Ihering, la del derecho como «política de la fuerza».

Estas luchas revolucionarias de hace tres siglos, cuyas conquistas pasaron a la categoría de derechos adquiridos, no deben olvidarse porque en la reafirmación y en la lucha por el derecho se asegura su supervivencia, por tanto la plena vigencia de su valor.

Olvidar o minimizar ello implica u grave retroceso. Antes de aquellas conquistas, la arbitrariedad del poder, el despotismo y el antojo de los poderosos fueron la norma. Ellos eran la ley. Porque nada en el terrero sociológico, político y jurídico es absoluto y eterno; por tanto, en la medida que no se reafirme y confirme permanentemente, como bien lo apunta dicho autor, se desnaturaliza, se debilita (4).

El libro «Los condenados de la tierra», se publicó en noviembre de 1961 cuando su autor, Frantz Fanon, estaba a punto de morir de leucemia. Este trabajo fue impreso en semiclandestinidad y desde su aparición se prohibió su difusión en Francia, bajo la acusación de «atentar a la seguridad interior del Estado». Al hablar de los condenados de la tierra Fanon se dirige a los desheredados de los países pobres y fundamentalmente al campesinado africano.

Su lectura me pareció fascinante y a la vez dolorosa, porque pone de relieve la injusticia, la desigualdad y la opresión, de un modo suficientemente crudo que nos permite ver un poco más de cerca en el tiempo lo que significa el antes, el ahora y un mañana sobre esos tópicos. Para compartirlo con Uds., tomo en préstamo seguidamente parte del prefacio de dicho libro, que redactó Jean Paul Sartre:

«….No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquellos y estos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada desde la nada servían de intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía desnuda; las «metrópolis» la preferían vestida; era necesario que los indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les hacía volver a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Amsterdam nosotros lanzábamos palabras: «¡Partenón! ¡Fraternidad!» y en alguna parte, en Africa, en Asia, otros labios se abrían: «¡…tenón! ¡…nidad!». Era la Edad de Oro. Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas y negras, seguían hablando de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad. Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a los asiáticos, había creado esa especie nueva: los negros grecolatinos. Y añadíamos, entre nosotros, con sentido práctico: hay que dejarlos gritar, eso los calma: perro que ladrador poco mordedor. Vino otra generación que desplazó el problema. Sus escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad de su vida, que no podían ni rechazarlos ni asimilarlos del todo. Eso quería decir, más o menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su humanismo pretende que seamos universales y sus prácticas racistas nos particularizan….»(5).

IV. El garantismo y el principio jurídico de la prohibición desde el prisma constitucional

Como lo vengo diciendo en distintas oportunidades —en distintos foros verbalmente y por escrito— vale que el garantismo, al que algunos aluden peyorativamente y otros confunden con abolicionismo, no apareció con la informática, ni con el celular, ni como reacción a los gobiernos de facto, sino que fue nada menos que el leit motiv del constitucionalismo, de la Revolución Francesa —garantizar los derechos y libertades, Art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789—. En rigor, yo haría la pregunta inversa qué hombre de derecho no es garantista ¿?. Caramba, nosotros estudiamos todas aquellas revoluciones y las nuestras desde la formación básica y alguien puede pensar que eso está en la currícula para saber cuántos soldados, rebeldes o revolucionarios intervinieron ¿?, o sencillamente, quienes fueron los vencedores ¿?. Alguien puede pensar seriamente que los textos reseñan las causas y las consecuencias de cada revolución simplemente como una anécdota ¿?.

En abril de 2007, Jorge R. Vanossi fue incorporado a la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, acto en el que estuve presente y en la ocasión el nombrado jurista y académico expresaba:

«…Entre los «prius» fundamentales del Derecho al que se llega como producto de los elementos que componen el sustratum de la Cultura humanista se encuentra presente el denominado «postulado jurídico de la prohibición», según el cual todo lo que no está jurídicamente prohibido está jurídicamente permitido . Es una base constitutiva del Estado de Derecho, en la acepción sustancial y no meramente formal de esta categoría, y en el marco de las democracias constitucionales que se desarrollan a partir del surgimiento de la era constitucional, así llamada por el legado de las tres grandes Revoluciones de los siglos XVII y XVIII….» Hemos hecho alusión a ellas en párrafos anteriores en este mismo trabajo.

Y siguió diciendo: «…Por todo ello es correcto hablar de una «era» del constitucionalismo, que marca un meridiano con el Art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, según el cual únicamente tiene Constitución el Estado que se sustenta en la división de poderes y que garantiza los derechos. Esto va de la mano con el apotegma de Montesquieu: «sólo el poder contiene al poder». La relación entre el medio (la separación de los poderes) y el fin (la libertad y los derechos), a partir de allí integra el núcleo de lo que despectivamente Carl Schmitt inferiorizó como un mero concepto «ideal» de Constitución….»

«…Es que el «postulado de la prohibición» tiene jerarquía suprema pues lo recoge el Art. 19 de la Constitución Histórica y no ha sido derogado ni modificado hasta hoy. Esta norma vertebral del sistema, luego de amparar a las «acciones privadas» que no ofendan al orden y a la moral pública ni perjudique a los terceros (las que están exentas de la autoridad de los magistrados y reservadas a la voluntad de Dios), consagra el principio por antonomasia: «Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no prohíbe». Son conocidas sus fuentes doctrinarias: Locke y Montesquieu.

………..

«…Un principio común a todo el derecho constitucional democrático y liberal es el que ilumina la solución de la inimaginable y proteica variedad de conflictos que se suscitan entre la libertad y la prohibición, entre la permisión y la coerción, entre la propiedad y el despojo; y que se atienden haciendo prevalecer el valor de la libertad, por desprendimiento de la regla según la cual en caso de duda se debe decidir a favor de la libertad (in dubio pro libertas). De este enunciado general, erigido en categoría de «principio» por la Corte Suprema desde antigua data (Fallos 32:125 a 145, caso «Eduardo Sojo», 22 de Septiembre de 1887), se nutren aplicaciones que guardan lógica coherencia: in dubio pro reo (penal), in dubio pro debitoris (comercial), in dubio pro trabajador (laboral), in dubio pro contribuyente (fiscal), in dubio pro hominen (derechos humanos y derecho internacional humanitario), etc. En consecuencia, las excepciones que el legislador pueda establecer para la solución de casos especiales son constitucionalmente inexequibles si no respetan la regla de «razonabilidad» que se impone en el Estado de Derecho como condición de admisibilidad para la aceptación de reglamentaciones restrictivas de la amplitud en el ejercicio de los derechos o en el goce de la libertad.

V. El caso. La acción típicamente antijurídica y culpable. La omisión impropia. Los tipos culposos

La motivación y subsistencia del derecho penal ha sido racionalizar el poder punitivo del estado, de un modo de darle proporcionalidad y coherencia al catálogo represivo y que sea previsto todo de antemano. Por tanto, contrariamente a lo que muchos piensan, el derecho penal nació como garantía frente a la sanción y su racionalización.

Lo que al juez penal incumbe es determinar la existencia de un hecho punible y sancionar a sus autores, cómplices y encubridores. El intérprete por tanto, debe establecer si la conducta endilgada es típíca; esto es, si responde al verbo previsto en el tipo previsto por la ley. En el caso del homicidio es sujeto activo quita la vida al sujeto pasivo. Su protagonismo es determinante del resultado letal; es el sujeto activo quien pone en marcha el proceso de la muerte (y digo bien, proceso, porque la muerte, como el nacimiento no es un acto simplemente sino un proceso).

La doctrina y la jurisprudencia, en forma uniforme, aceptan que el sujeto activo del delito de homicidio puede actuar por omisión y es claro porque alguien puede provocar la muerte al sujeto pasivo por caso, no suministrándole la medicación recetada. En este supuesto lo que interesa también es que el motor de la acción que provoca el fallecimiento o que da inicio al proceso de la muerte es aquella conducta omisiva.

Ahora bien, puede ser sujeto activo del delito de homicidio alguien que, como en el caso en examen, no inició ni desarrolló la conducta de matar ¿?. Estimo que no. La prohibición de aplicar la analogía en derecho penal veda extender la acción típica a terceros, cuando no desplegaron el verbo típico ni colaboraron activamente en el suceso (participación criminal).

Que tal como se desprende del análisis que desgrana Zaffaroni en la disidencia, el tribunal a quo dio por probado el homicidio en cabeza del progenitor de la víctima que contaba con tres años de edad, aunque a su esposa la vincula también al hecho por omisión.

El fallo destaca que «..Los golpes fueron propinados mientras el niño se encontraba en la vivienda del imputado Vega, en circunstancias en que estaban allí únicamente éste y la prevenida Rosas (…) Es posible sostener con certeza que de los integrantes de la pareja, al menos el prevenido Vega intervino activamente ejecutando materialmente los golpes sufridos por el niño. Y aunque no puede afirmarse lo mismo con igual grado de convicción en relación con la imputada Rosas sí es válido extraer certeramente su comportamiento omisivo en relación con dicho resultado lesivo. Esto es, que pese a haber sabido lo que ocurría y poder intervenir impidiendo, anulando o morigerando el accionar de Vega, ni hizo nada, siquiera verbalmente o propinándole después oportuno auxilio médico». —el resaltado es nuestro—

En este último aspecto, señaló que el tribunal de mérito también tuvo en cuenta. A su vez, ha destacado el sentenciante que se desprende asimismo de la prueba analizada, que en la oportunidad en que Vega golpeó al niño, la encartada Rosas no se encontraba dormida, como pretende alegar en su declaración indagatoria, sino despierta y por ende, consciente de lo que ocurría —de lo que por esa razón intenta desvincularse alegando encontrarse dormida—. Y que no obstante ello, no intervino mínimamente frente a la agresión de su hijo (…) —nuevamente, el resaltado es personal—

El fallo de la instancia anterior que reproduce el sentenciante sostiene también: «…no cabe dudas que la acusada no auxilió al niño para preservarlo del accionar violento de su progenitor pese a contar con posibilidades concretas para hacerlo».

En suma, lo importante para el análisis que realizamos es que el sentenciante cuyo fallo revisa la Corte excluyó a señora Rosas de haber intervenido materialmente en la golpiza debido a que está probado que de ello se ocupó su consorte Vega. Sin embargo, le atribuye la comisión del delito por responsabilidad omisiva «como madre del niño golpeado, en los términos a los que se ha hecho referencia precedentemente».

Sobre tal plataforma fáctica establece que la responsabilidad le corresponde a título de homicidio por omisión, adoptando el criterio de que los tipos impropios de omisión no están todos escritos, y que el juez los debe completar individualizando las características de los autores conforme a los modelos legales de los que se hallan escritos.

Esa doctrina da por cierto que los tipos impropios de omisión no escritos serían tipos abiertos, al igual que los tipos culposos. Partiendo de estas premisas y observando que en los tipos escritos la posición de garante (el círculo de posibles autores) está definido en la ley, pues todos son delicta propria, se hace necesario delimitarla en los que se consideran tipos omisivos impropios no escritos.

En puridad y como bien lo apunta el voto que estudiamos, esta corriente legislativa —de la que hace excepción el código francés de 1994— además de criterios generales para sustituir las faltantes definiciones de posición de garante, suele establecerse una equivalencia de la omisión con la acción, con lo cual por un lado se crea una cláusula de equivalencia, pero por otro se introduce también una cláusula de correspondencia, que implica un correctivo a la posición de garante, para los casos en que, pese a ella, la conducta no alcance un contenido de injusto (desvalor) correspondiente al de la tipicidad activa.

En rigor de verdad, en nuestro digesto penal no existe ninguna de estas cláusulas pero en general la doctrina ha sostenido una construcción análoga, con base en la supuesta necesidad que se desprende de considerar inadmisible o escandalosa la imaginada impunidad de los impropios delitos de omisión no escritos.

También es correcto que en el derecho anterior al Iluminismo se afirmaba que qui peut et n’empeche, peche —quien puede y no impide, peca—. Así, la glosa sostenía que quien no evita el crimen, estando obligado a ello por su estado y teniendo el poder de hacerlo, como los padres, maestros, magistrados y maridos, eran responsables, y ya incorporaban la regla de la correspondencia, considerando que siempre la pena debía ser menor, conforme a la máxima gravior semper reputatur culpa in committendo quam in omittendo.

Este principio fue adoptado por el código de 1930 (art. 40), por el que se consagró que no impedir un resultado que se tenía el deber de evitar equivale a causarlo, para lo que se apeló a la causalidad jurídica y se eliminó la atenuante de los posglosadores.

Más adelante, tal como lo señala el voto que estudiamos, se apeló a la «posición de garante» para limitar la extensión del deber jurídico a toda la antijuridicidad.

Por fin, algunos códigos introdujeron la posibilidad de, atenuar las penas en función de «un menor contenido de injusto, pese a la posición de garante», es decir, volvieron a la norma de los posglosadores.

De lo expuesto brevemente surge claramente que los tipos de los impropios delitos de omisión no escritos tuvieron nacimiento en una teoría preiluminista a la que se intenta poner límites, porque es clara la lesión a la legalidad que importa y que no se evita ésta con cláusulas generales.

Obviamente, estos códigos lesionan el principio de legalidad. El argumento utilizado por los defensores de los tipos omisivos no escritos descansa en que esos tipos agotan el contenido prohibitivo de los tipos activos; esto fue desde siempre criticado por parte de la doctrina porque esa pretensión de completividad que persigue aquella corriente resulta intolerable frente al carácter taxativo de la ilicitud penal.

Bien lo dice el fallo, «no hay una diferencia sustancial entre el casi desaparecido crimen culpae, que pretendía construir un tipo culposo junto a cada tipo doloso, con los pretendidos tipos omisivos no escritos que operarían como falsete de los tipos escritos». Ambos aspiran también a una legislación penal sin lagunas en la que nada pueda escapar al poder punitivo.

Es que nuestro código establece tipos omisivos impropios, de suerte tal que no hay razón para la existencia de una fórmula general que permita elaborar en forma análoga o analógicamente supuestos tipos que no fueron previstos y consecuentemente debidamente escritos.

Esa corriente doctrinaria, además de violatoria el principio de legalidad y prohibición de analogía.

En este mismo trabajo, en puntos anteriores nos hemos ocupado del tema, pero volveremos diciendo que el estado de derecho persigue y debe asegurar a los habitantes es que los actos del poder sean calculables; que todos sepamos qué es lo prohibido y lo que no está taxativamente enumerado dentro de lo prohibido, está permitido. Nadie debe verse sorprendido en ese esquema, porque justamente es lo que diferencia el poder arbitrario (el hecho del príncipe) del poder racional de los jueces.

Pensemos la desmesura que supone que el intérprete pueda «imaginar» un tipo omisivo y con ello condenar a alguien sencillamente porque él supone lo que la persona en cierto caso debió hacer y no hizo o porque su conducta merece un reproche ético (como podría ser en el caso bajo análisis). Es, absurdo desde el más elemental sentido común.

Prohijar esa doctrina, además de resentir el principio de legalidad, es patrocinar la irracionalidad; es, además de retroceder siglos, abrir las puertas al gobierno de las emociones y de los pretendidos «fallos aleccionadores», cuando en rigor de verdad los mejores fallos son los que están estrictamente apegados a la ley.

Es que el intérprete —dentro de la labor de juzgar— no debe imaginar qué hubiera hecho él en tal caso, eso sería un error, dado que censuraría o no varias conductas que no se condicen con su pensar y sentir. Su labor es determinar si la conducta bajo juzgamiento infringe o no un tipo penal. Lo demás es sencillamente arbitrario y mucho más, si tiene la potestad de crear delitos como en el caso que estudiamos, tipos omisivos no escritos. Es realmente intolerable en un estado de derecho y una sana doctrina.

Observemos asimismo, el enorme riesgo que ya de por si se corre con los tipos culposos; estos son tipos penales abiertos. En algunos casos es simple: a la violación de un deber de cuidado tabulado se le sigue por caso, una muerte (un conductor que conduce a altísima velocidad por la calle de la ciudad y atropella a un peatón que cruza por la senda y habilitado). Pero hay situaciones sumamente complejas, sobre todo en los casos de praxis médica (temas estos que —entre muchos otros— estudio desde la doctrina y en el ejercicio profesional desde hace varios años). Muchas veces en un proceso está uno o más galenos inculpados por su obrar cuando ha resultado la muerte del paciente (art. 84 CP) o lesiones (94 CP). Y es entonces cuando obviamente queda bajo la lupa del intérprete cada acto médico y aquél debe merituar —obviamente con el auxilio de expertos— el acierto o desacierto de la conducta médica. Es sencillo formular hipótesis —con el resultado sobre la mesa— autopsia y todos los estudios posmortem mediante, lo que uno hubiera hecho o hubiera dejado de hacer o el camino que hubiera escogido en la eventualidad o con más precisión, lo que el médico debió hacer o no, saber de su ciencia o prever. Y seguidamente, decir que alguien fue negligente, imprudente, imperito o que violó las reglas del arte, etc. por no haber previsto tal o cual situación. El resultado muerte nos conmueve a todos, es lo único que tenemos garantizado cuando nacemos, pero claro, no sabemos cuándo nos visitará; es duro enfrentarse a la irremediable ausencia del otro, más si es una muerte con la que el individuo se encuentra durante el desenlace de un acto médico, posteriormente al mismo o quizás frente a la hipótesis justamente de no haber sido atendido en tiempo y forma.

El enorme riesgo del tipo culposo radica en su condición de tipo penal abierto, es el intérprete quien debe categorizar y calificar las «negligencias», «imprudencias», «impericias» en síntesis, lo que se considera la violación del deber de cuidado. Debe analizar la previsibilidad del acto, la relación de causalidad o nexo de determinación. Por tanto, no puede extenderse arbitrariamente esta calidad de tipo abierto, cuando el legislador ha establecido puntualmente una forma de realización del delito.

La única forma de configuración del tipo penal es que hubiera estado prevista una cláusula legal que establezca que no evitar un resultado típico equivalga a causarlo; pero obviamente esto no está así redactado en nuestro digesto penal actual.

(1)  (1) Puricelli, José L. Revista Doctrina Judicial Nota a Fallo. 5.5.210, p. 1156.

(2)  (2) Puricelli, José L. Revista Doctrina Judicial Nota a Fallo. 5.5.210, p. 1158.

(3)  (3) Rudolf von Ihering, La lucha por el Derecho, traducción del alemán de Adolfo Posada, prólogo de Leopoldo Alas (Clarín) y reseña introductoria de Martín Bofill Soler, Lacort Editor, Buenos Aires, 1939. Las citas han sido tomadas de la antología de textos publicada como Ihering, CEDAL, Buenos Aires, 1968, con estudio introductorio mío, págs. 47 y 66, respectivamente. Tomo a Ihering tan solo como ejemplo, si bien eminente, del interés despertado por Shylock en la literatura jurídica. Más adelante me hago cargo de otros.

(4)  (4) Rudolf von Ihering, La lucha por el Derecho, traducción del alemán de Adolfo Posada, prólogo de Leopoldo Alas (Clarín) y reseña introductoria de Martín Bofill Soler, Lacort Editor, Buenos Aires, 1939. Las citas han sido tomadas de la antología de textos publicada como Ihering, CEDAL, Buenos Aires, 1968, con estudio introductorio mío, págs. 47 y 66, respectivamente.

(5)  (5) Jean Paul Sartre. «Iv Prefacio» del libro «Los condenados de la Tierra» de Frantz Fanon.